(Fuente: Blog de Reyes, Dioses y Héroes)
Imaginemos que nos encontramos en algún momento mediado el siglo IV a. C., viajando hacia Roma. Cuando el polvo que levantan los caballos y los carruajes de las damas no impide la visibilidad, podemos contemplar un panorama del que aún no forma parte la Vía Apia. En realidad Apio Claudio, descendiente de las sabinas raptadas por los fundadores de Roma, la hará construir poco después. Porque vamos a imaginar, también, que el patricio ciego es en estos momentos un niño de corta edad que pasea por el Foro con sus padres, de la mano de un esclavo.
La ciudad surge ante nuestra vista rodeada por unas macizas murallas similares a las que en otro tiempo construían los etruscos. En la cima del monte Capitolino se eleva la ciudadela y el templo de Júpiter. Junto con ellos se destaca en las alturas la copa de los altos pinos y los viejos robles del Aventino y el Celio.
Los carruajes cruzan la puerta, pero no van más allá. La policía de tráfico los detiene y los dirige hacia los aparcamientos, porque el interior de la ciudad está cerrado al tráfico rodado hasta el anochecer, a excepción de los carros con materiales para la construcción. Así pues, nos es preciso abandonar cochero y carruaje para continuar a pie, aunque quien lo prefiera puede alquilar una de las literas que esperan junto a la puerta de entrada.
A lo largo de la muralla que sigue el curso del Tíber pulula la muchedumbre. Deambulamos por calles laberínticas que aparecen flanqueadas por pequeñas casas con tiendas y tenderetes, hileras abigarradas que se extienden hasta las laderas del Aventino. Aquí se encuentra el barrio de los carniceros, lecheros y verduleros. Es el lugar al que acuden a comprar las sirvientas de la gente acaudalada, los artesanos y los esclavos de los patricios. Llevan enormes cestas de mimbre llenas de coles, judías achicorias, cebollas e higos, y tinajas con trigo, aceite y queso. También compran muchas uvas, pero poco vino, porque solo se bebe en las solemnidades, y además las mujeres no lo probamos.
A la sombra, bajo las bóvedas de piedra, penden abundantes gansos, patos, gallinas y conejos. Sobre los bancos colocan las cabras y los corderos, mientras que la carne de cerdo salada se guarda en grandes toneles. Pero casi nunca se vende carne de vacuno por aquí. Es que las vacas resultan demasiado caras, y los bueyes se necesitan para tirar de los carros cuando son jóvenes, y después, al envejecer, se emplean para hacer sacrificios. A decir verdad, se come poca carne y se vive de un modo bastante frugal.
No tenemos muchas fiestas. Las únicas festividades son las religiosas. El Estado honra a los grandes dioses: Júpiter, Juno, Minerva, Marte, Ceres y Saturno. Este último está rodeado de misterio. En su honor se celebran las saturnales durante el solsticio de invierno. Pero también se adora a numerosos dioses en cada casa. Se los invoca para las cuestiones más diversas, a veces relacionadas con la profesión, y otras para ahuyentar las fiebres o las bestias salvajes. La diosa Fortuna aparece bajo muchas formas: las mujeres, por ejemplo, honran a la Fortuna muliebris, mientras que los muchachos veneran a la Fortuna barbata, que les proporciona tan hermosas barbas. Y además hay que honrar a los Lares, los espíritus de los antepasados. Al atardecer del día dedicado a ellos, toda la familia se reúne junto al fuego mientras el padre abre la puerta para depositar en el umbral un puñado de judías.
En los barrios populares, a lo largo de la muralla y hasta las islas del Tíber, y también en el norte de la ciudad, se vive apretujado entre tiendas, cuarteles y campos de maniobras. El ambiente es animado, pero no muy ruidoso. Las calles se van haciendo más tranquilas y la gente parece más formal a medida que nos acercamos a las villas del Palatino, el Aventino y el Celio, y al centro de Roma.
El camino directo al Foro termina en la Vía Sacra, que es recorrida durante las festividades religiosas por la procesión que se dirige al Capitolio. Al comienzo de la misma encontramos el pequeño templo redondo de Vesta, diosa del hogar, donde se levanta el altar con el fuego eterno. Cuatro damas, un número que aumentará posteriormente, deben mantener viva la llama durante treinta años. Son las vestales, personas sagradas que son elegidas en la infancia y educadas con mucho esmero para llegar a desempeñar su importante cometido junto a la diosa. Todas viven en un pequeño edificio detrás del santuario. Como simbolizan la pureza, la menor infracción es castigada muy severamente por el pontifex Maximus, que vive al lado. Si descuidan el fuego, son azotadas, y si atentan contra su virginidad, son emparedadas vivas. Cuando caminan por la Vía Sacra vestidas de un blanco inmaculado y tocadas con un velo y una cinta blanca en la frente, ofrecen un espectáculo encantador. Son las únicas personas en Roma con derecho a perdonar la vida de los condenados a muerte que se cruzan con ellas de modo fortuito camino del patíbulo. Las vestales son intocables; quien les pone la mano encima pierde la vida.
Llegamos al Foro, un espacio abierto de unos 200 metros de longitud. Aquí se reúnen los ciudadanos romanos, llueva o haga sol, para celebrar asambleas. Vemos una larga hilera de quioscos que bordean el límite inferior del Foro, iguales a los que hay en la Vía Sacra. Son propiedad del Estado. Anteriormente los ocupaban los carniceros, verduleros, panaderos y pescaderos, pero hace tiempo que los echaron para que el centro de la ciudad tenga un aspecto más limpio. Ahora los quioscos se alquilan a los cambistas.
A la derecha, poco antes de llegar a la cuesta del Capitolio, se halla la Casa de la Curia, es decir, el Senado, y frente a ella la plaza de las asambleas electorales plebeyas o “comicios”, con un podio para los oradores. Otros dos templos separan el Foro del pie del Capitolio: el de Cástor y Pólux y el santuario de Saturno, donde se guarda el tesoro del Estado.
Un par de calles anchas atraviesan la ciudad; el resto son callejuelas estrechas sin nombre, flanqueadas por casas pequeñas en forma de cubo. Al norte y el sudoeste hay grandes mercados populares.
Así es Roma hoy, ante diem XVI Kalendas Junias, dies comitialis, del año 419 ab urbe condita*, una gran ciudad que ha sobrepasado los cien mil habitantes.
*17 de mayo del 335 a. C. Era dies comitialis cada uno de los 190 días al año en que los ciudadanos podían reunirse en asamblea para votar.
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